domingo, 11 de septiembre de 2011

La historia de un hombre grande, por Pedro Márquez Reyes – 34 años – (San Basilio de Palenque, Bolívar)

Rafael Herrera fue un hombre que vivió en el Palenque de San Basilio, fue un personaje que llamaba la atención por su corpulencia, fuerza y estatura y, sobretodo, por su capacidad muscular conseguida gracias a su trabajo como sacador de arena con pala del arroyo, que le ocasionó un desarrollo muscular increíble.

Rafa, como le llamaba su madre, era una persona que no sentía respeto por las cosas de Dios y pasaba su vida consumiendo licor y haciendo su labor diaria con la arena para la construcción de las casas de material que representaba el “progreso” para nuestro pueblo. Para los años 60s y 70s la gente creía que esas casas eran sinónimo de mejoría y poder, pero lo que no calcularon era que el calor del sol iba a sofocarlos por no tener casas de palma o bahareque.

Una de las principales características de Rafael era el gusto por las apuestas, muy a pesar de que en medio de ellas no existiera nada valioso, él se las tomaba muy en serio, era lo único que en su vida cumplía a cabalidad porque hasta en su trabajo le incumplía a los clientes.

Uno de esos días de parranda, casualmente para las fiestas del 14 de junio, Rafael había pasado todo el día tomando licor con sus amigos, el día anterior había trabajado suficiente y el dinero no le faltaba. En horas de la tarde, de camino a su casa, se encontró con su amigo Luis Manuel quien también estaba embriagado porque los hombres de Palenque aprovechan las fiestas patronales para echarse unos traguitos y realizar sus faenas.

Rafa en medio de su borrachera se disponía a ir a su casa, pero al encontrarse con Luis pactó una apuesta con él:
- Rafa, apuesto que no eres capaz de escupir a San Agustín en la frente.
Por supuesto que Rafa aceptaría, ese era su punto débil.
- Apuesto que sí.
Y se organizó la apuesta para el otro día.

Al día siguiente Rafa fue hasta la iglesia, se acercó hasta la estatua del Santo, rodó una silla y se dispuso al lado de la figura. Con nerviosismo subió, sudando y con la vista borrosa, producto del susto, pero aún así estaba dispuesto a cumplir la apuesta. Lo dudó un segundo y prosiguió, no había momento para retroceder (¡chuaz!) ¡Escupía a San Agustín!

Asustado y corriendo salió de la iglesia como hoja soplada por el viento, llegó hasta donde su amigo y le dijo: “fíjate que no paso nada, escupí a San Agustín y aquí estoy. Te gané, te lo dije”. Para Rafa era una gran satisfacción escuchar que su amigo reconocía su atrevimiento.

Pasaron los días, se acabaron las fiestas y el pueblo religioso comprendió la magnitud de lo acontecido y en todas las esquinas del caluroso pueblo el tema de conversación fue la acción cometida por Rafael, por ello cuando él llegaba a donde estaba un grupo de personas la gente lo dejaba solo o, en el mejor de los casos para él, se dedicaba a hacerle bromas hasta que por su voluntad de marchaba.

Cuenta la gente que por gracia divina, en castigo por el atrevimiento e irrespeto, Rafa perdió estatura, su capacidad de hablar fluidamente se acabó y desarrolló trastornos mentales. Pobre hombre, todo lo que le pasó por no respetar lo que para él no significaba nada.

Tomado de:

http://www.bibliotecanacional.gov.co/blogs/centrosmemoria/2011/07/06/historia-hombre-grande/

Las aventuras de armando, por José Armando Carvajal Rivas – (Sonsón, Antioquia)

Aún recuerdo que cuando tenía siete años, como éramos tan pobres, mi mamá y mi papá salieron en busca de mejor fortuna en la minería. El trabajo en un pueblo como San Miguel es escaso, y muy pocos logran vivir allí, por eso mucha gente recurre a la minería para sobrevivir.

San Miguel tiene muchos lugares agradables, yo he estado en algunos de ellos. Hace unos días estuve en una vereda llamada San Antonio, por ahí los habitantes sobreviven de la minería, sacando de la tierra el oro con una pala y una barra, también con una batea, que es un recipiente de palo, la hacen a mano de un árbol llamado cedro y del comino.

Quiero que sepan que yo soy de San Miguel, corregimiento de Sonsón. Por San Miguel pasa el río La Miel, al otro lado queda Caldas. El río La Miel divide a Caldas de Antioquia y es muy rico en peces, hay muchas especies como el nicuro, el bagre, la picuda, el bocachico ¡también muchas sardinas de color plateado! ¡Colirroja! En San Miguel la gente vive de la pesca, y a las cinco de la tarde, la mejor hora para pescar, salen en sus canoas de palo.

Ramiro Beltrán Coronado es un pescador en el río La Miel, él dirige una canoa de palo que lleva un motor fuera de borda con bujía. Su ayudante se llama Luis Fernando Herrera Calderón está preparado para lanzar la atarraya. Llevan cuatro horas pescando, solo han cogido 78 peces, 70 bocachicos, 8 nicuros, pero no importa, siguen la pesca con mucha fe. La noche termina y su compañero le dice: “amigo, nos vamos, ya la pesca terminó”. Los dos amigos emprenden la marcha hacia San Miguel, la ruta les lleva 15 minutos río arriba por La Miel.

Corre el tiempo, pasan los 15 minutos, llegan a San Miguel, Luis Fernando coge los 70 bocachicos en una mano, en la otra los 8 nicuros, va a venderlos con el fin de conseguir un poco de dinero para así poder comprar algo de alimentos para su familia conformada por tres niñas, cuatro niños y su mujer, Leidy Andrea Vargas. Luis Fernando sigue con las ganas de vender los peces, él esta ofreciéndolos, pide $8.500 por los 8 nicuros y si logra vender los 70 bocachicos serán otro $20.000.

Así vive la gente de San Miguel, de la pesca y del oro. Algunos, como yo, vivimos de la minería. Saco oro, mis padres me enseñaron a minar desde los siete años porque en las minas es más fácil ganar dinero; si uno trabaja en fincas ganaderas el sueldo es mínimo, la paga es muy bajita y no alcanza para la familia. Mi papá trabajó en una finca, lo que le pagaban no alcanzaba para los alimentos, porque eran muy costosos. Mi papá tomó la decisión de entrar a la minería, pero él no pensó que con esa decisión cambiaría también mi futuro, porque al entrar él me llevó a mí y me tocó abandonar el colegio para empezar a trabajar.

Como verán, los niños de San Miguel a una temprana edad empiezan a trabajar, es algo muy duro porque los niños como yo deben estar en el colegio, pero yo no culpo a mi papá porque somos una familia muy pobre y la mina nos brinda una forma de poder conseguir dinero para los alimentos. El oro es muy costoso, un solo gramo de oro puede valer $50.000 pesos, mi papá saca 4 gramos en el día, trabajando desde las siete de la mañana hasta las tres de las tarde. Así es el trabajo, tengo las ganas de estudiar pero ya me quedé.

Vivo cerca de una montaña en una casa de tabla. Como vivo muy lejos del pueblo de San Miguel no puedo estudiar, me queda a cuatro horas de camino, por ahí andan muchos arrieros, yo camino con ellos y compartimos muchos detalles, andamos por el Camino Real desde el Río Claro a San Miguel. Los arrieros me cuentan que transportan alimentos como la yuca, el maíz, también el plátano. Los arrieros cargan sus mulas machos, a cada uno de los animales le amarran dos cargas de maíz que pesan unos 80 kilos.

Los arrieros han cargado sus mulas, yo empiezo a andar con ellos, empiezan su camino desde Río Claro hasta San Miguel, cuando van por la a mitad del camino paran y descansan diez minutos. Ya van dos horas, les faltan otras dos para llegar a su destino final, pero sucede algo muy horrible, una de las mulas que había sido sobrecargada sufre un espasmo en el camino, se tira al suelo y se revuelva con tanto dolor que termina muriendo. Su amo, sin poder hacer, siente tristeza por el animal pero tiene que seguir el camino. Don Pedro, el amo, le quita la carga a la mula, la resguarda en el monte tapándola con un plástico para que no se moje, al animal lo deja tirado en la orilla de la carretera para que los gallinazos se lo coman. Siguen su camino, transcurre el tiempo y con mucho esfuerzo todos unidos llegan a San Miguel y seguirán cargando alimentos e historias por toda Antioquia.

Tomado de:

http://www.bibliotecanacional.gov.co/blogs/centrosmemoria/2011/07/06/las-aventuras-de-armando/

Un hombre inolvidable, por Leidy Lorena Aguirre Sánchez – (Aguadas, Caldas)

Aguadas es un municipio de gente pujante y emprendedora, está conformado por campesinos, damas, caballeros, niños, jóvenes, adultos y, por supuesto, ancianos, aquellos quienes han trabajado toda la vida y sus recuerdos están cargados de grandes historias llenas de experiencia como las de Don José Uriel Sánchez, mi abuelo, proveniente de Mermita, quien comparte toda su vida con sus nietos.

Don José Uriel fue un gran arriero y tuvo una infancia bastante difícil pues su madre murió cuando él solo tenía doce años, y su padre no cuidó mucho de él ni de sus once hermanos, por eso mi abuelo tuvo que trabajar desde muy pequeño y su educación fue escasa y mediocre, sólo estudio hasta el grado tercero, no pudo avanzar más porque era un diablillo, le gustaba desafiar a las maestras y enojarlas.

A pesar de los innumerables castigos con regla y lazo, mi abuelo nunca dejó de comportarse mal, entonces se puso a trabajar haciendo pequeños sembrados y en fincas donde lo contrataban por dos o tres días; en ese tiempo le encantaba jugar bromas bastante pesadas a los trabajadores adultos, y según él, nunca lo llegaron a descubrir.

Un poco más grande, empezó su labor como arriero, al principio fue duro para él pues no estaba acostumbrado a caminar tanto, pero con el tiempo se acostumbró y a los quince años llevaba panela, aguacate y más productos para comercializar en Sonsón, Antioquia. A esta edad tuvo su primera novia, que le fue muy difícil conquistar, pues tuvo que pedirle permiso al padre de ella para poder siquiera establecer una conversación.

Las relaciones de noviazgo en ese entonces eran algo complicadas, como le ocurrió a Ana Julia Suárez Jaramillo, que vivía en la vereda de El Edén, quien tuvo su primer novio a los quince años, llamado Marino Barbosa. Cuenta Doña Ana Julia que cuando él la visitaba los sentaban bien retirados y separaditos pues no era permitido que se acercaran demasiado y mucho menos darse un beso o un abrazo.

Paso un año en el que Marino la visitaba y un día le pidió permiso al papá de Ana para casarse con ella, pero él se negó y fue su última palabra. Cuando Marino se fue, Ana habló con su papá, él la aconsejó y le dijo que ese hombre no le convenía. Ana después de uno o dos novios se casó de 25 años.

Pero José Uriel, mi abuelo, sí tuvo demasiadas novias y dejó hijos regados por todas partes. Él era reconocido por ser mujeriego, bebedor, verraco y peleador. En algunos de sus recorridos como arriero él recuerda ser perseguido por brujas; cuenta que un día iba cruzando un puente, cuando el sol empezaba a ponerse, y vio que a su alrededor volaban varios murciélagos, de repente sintió un escalofrío y vio una sombra negra que salió del matorral que cuando volaba silbaba en el viento y lo estremecía produciendo sonidos de truenos.

Mi abuelo recorrió casi todas las veredas de Aguadas y Sonsón, conocía cada trocha y camino por escondido que fuese. José Uriel, gran peleador de Mermita, era ya un hombre desafiante que luchaba a muerte para ganar el respeto de la gente, con el paso del tiempo, él se casó, tuvo hijos y nietos, disfrutó su vejez y murió feliz.

Tomado de:

http://www.bibliotecanacional.gov.co/blogs/centrosmemoria/2011/07/06/un-hombre-inolvidable/

Historia de una mujer inquebrantable, por Yeimy Tatiana Rincón Tangarife – (Aguadas, Caldas)

Era una noche un poco oscura, las nubes chocaban entre sí y liberaban su energía produciendo grandes ráfagas de luz y estremecedores sonidos. Sobre un cajón en la cocina estaba sentada mi madre, una mujer de 57 años, luchadora incansable, a la que ni el cansancio ni las tristezas la vencen. Al lado del cajón, sobre una mesa, un fogón calentaba un delicioso café. Mi madre esperaba por éste, así que mientras estaba listo empezamos a hablar, ella me contaba sobre su infancia, las costumbres y tradiciones. Comenzó diciendo:

“El 3 de septiembre de 1963, según el Registro Civil fue el día en el que nací, porque mi papá ni recuerda la fecha de la llegada de sus hijos al mundo, desde ese momento comenzó mi martirio, mi calvario y sufrimiento, a mi madre ni la conocí”. En ese momento, sus ojos se iluminaron y de pronto una lagrima rodó por su mejilla, yo guardé silencio, ella inclinó su cabeza y después de dos minutos siguió su relato: “No conocí a mi madre, solo creo que compartí con ella escasos 2 años, pues cuando el parió al sexto hijo ella falleció y a Octavio, que así se llamaba el recién nacido, lo crió mi tía Carmen”.

Después de un silencio y un profundo suspiro se levantó, caminó hacia la mesa, cogió un pocillo y sirvió un poco de café, yo la seguí con la mirada, ella me miró, se dio la vuelta y sonrió, pero esto no logró ocultar su tristeza, yo también sonreí. Levantó el pocillo y sorbió el café, el olor inundaba toda la casa, fue entonces cuando mi hermana se levantó de la cama y vino hasta la cocina, en ese momento mi mamá continuaba con la historia:

“Viví toda mi niñez en la loma, en una finca de Jairo Peláez, allá cerquita al río Arma, al cuidado de Ángela, mi hermana mayor, ella era muy grosera, nos castigaba de manera muy cruel y a veces sin razón. Todavía recuerdo el hambre que aguantaba y las pelas que mi papá le daba a mi hermanita porque cuando él llegaba en las noches, después del trabajo, la comida no estaba lista; nosotros, los dos menores, estábamos dormidos, tirados en un corredor de la humilde casa de paja, sobre unos costales y cobijados con retazos… Toda mi niñez fue demasiado amarga, creo que tengo muy pocos recuerdos gratos de esa época, nunca tuve un juguete, yo cogía los tarros de medicamentos y los papelitos en los que venían envueltos los confites y esas eran mis muñecas y sus vestidos”.

En ese momento ella hizo una pausa y miró la hora en un reloj que había sobre la pared, eran las 9:05 pm. Arrastró una silla acercándola a la mesa y se sentó nuevamente, tomó el último sorbo de café y continuó: “Cuando tenía unos 6 años, mi papá se casó nuevamente, mi vida dio un giro total, pero lástima que mi felicidad duró muy poco. Aunque los dos primeros años Dona Josefina, mi madrastra, me consentía, me cuidaba y se preocupaba por mí y hasta empecé a asistir a la escuela, pero sólo logré estudiar dos años, primero y segundo de primaria”.

¿Por qué no estudiaste más? Le pregunte. “Porque empezaron a nacer los hijos producto de ese matrimonio y yo debí empezar a trabajar para ayudar al sustento de ellos, al igual que mis otros hermanos, además mi papá, que siempre ha sido un ser ignorante, concibió la idea de que las mujeres no nacen para estudiar, él dice que toda mujer que estudia se prostituye”.

El frío arreciaba, pero la magia con la que mi madre nos compartía su pasado hacia que ni el sueño, ni el frío, ni nada nos hiciera perder el interés. Mi madre continuó: “Tuve nueve novios, pero no como los de ahora, en ese entonces solo se hablaba con el novio sentados en sillas con bastante distancia el uno del otro. Mi hermana, Cándida, me odiaba porque ella no tenía novio y entonces se dedicaba a hacerme la vida imposible. Inventaba chismes y me hacia castigar sin razón. Fue entonces cuando tome la decisión de casarme, pues creía que era la solución y la oportunidad para salir de ese infierno”.

¿Y sí fue así? Pregunto mi hermana curiosamente. “La verdad no sé, porque yo no sabía a qué me enfrentaba. Lo peor fue cuando tuve mi primera relación sexual, yo no quería a Ramiro, el hombre con el que me casé y con el cual tuve a mis dos hijos hombres, pero sin embargo él fue un hombre que me demostró amor en todo momento”.

Yo respiré profundo y le pregunté: ¿Y nunca llegaste a amarlo?

Ella miró fijamente al suelo y dijo: “Creo que no y he comprobado que es cierto eso que dicen, que la costumbre es más fuerte que el amor. Sin embargo, le fui fiel hasta el último de los días que compartí con él, pues lo mataron en frente de mis ojos y los de Elkin, el niño menor, que apenas tenía dos años”.

“Este es uno de los momentos más difíciles que he tenido que vivir, después de este acontecimiento, sentí como si el mundo se me hubiera derrumbado, como si yo también hubiera muerto, no sabía que sería de mi vida, qué iba a hacer para sacar a mis hijos adelante. Mi escudo fueron precisamente ellos, mi aliciente, mi razón de vivir. Dos años más tarde conocí a su papá, Guillermo, que vino de Mermita aquí a Pito, vereda de Aguadas, y que me encantó desde el primer día que lo conocí”.

¿Y cómo empezó todo? Pregunto mi hermana. Ella sonrió plácidamente, como si un recuerdo mágico llegara a su mente. “Lo conocí un día cuando viajábamos del pueblo (Aguadas) a la casa en el mismo bus, él observó atentamente dónde vivía yo y esa misma semana con una excusa demasiado obvia vino a la casa. Comenzamos a hablar y no le fui nunca indiferente. Poco a poco fue naciendo algo mágico, creo que conocí el amor y de este amor nacieron ustedes dos, mis hermosas princesas, Yulieth y Tatiana”.

Las tres guardamos silencio por un momento y luego, después de mirarnos, mi hermanita con su curiosidad incomparable dijo: “Pero… nunca he comprendido porque no han vivido juntos, mi padre no ha pasado un día completo con nosotras”. Mi madre un poco confundida y con la mirada perdida, se levantó, caminó alrededor a las sillas y dijo: “El es hijo único y su madre es una mujer celosa, que desea que él comparta cada uno de sus días de existencia a su lado”.

Nosotras con una mirada disimulada optamos por no interrogar a mi madre más sobre el tema. Cuando eran las 10:25 pm, ella de pronto pronunció en un tono un poco bajo el nombre de una mujer, María Ester Suárez. Mi hermana, con una mirada que reflejaba duda o intriga, me miró e inmediatamente dirigió su mirada hacia ella.

Ella dijo: “Si, María Ester Suárez, es una mujer que desde siempre conozco, en ella se refleja lo que ha sido mi vida. Ester vivía en una casa cerca a la mía en la infancia éramos muy buenas amigas, pero un día por cosas del destino ella partió con su familia y hace algunos años nos rencontramos, compartimos un café y algunas historias, pero en sus ojos se reflejaba el cansancio y la tristeza de momentos que han marcado su vida”.

Mi madre es la mujer que más admiro y amo por su entrega y dedicación en cada una de las cosas que emprende.

Semillero en Aguadas
Tomado de:
http://www.bibliotecanacional.gov.co/blogs/centrosmemoria/2011/07/06/historia-mujer-inquebrantable/

La vida de mi madre, por Kimberly Tatiana Cruz – (Calarcá, Quindío)

La infancia de mi madre fue una de las épocas más difíciles ya que fue sometida a una serie de maltratos físicos y psicológicos por parte de su padre. Ella vivía con su madre, padre y hermano y fue la primera en nacer, y por ser la mayor tenía muchas responsabilidades. Desde los ocho años trabajó, viajó sola de ciudad en ciudad y nunca pudo saber qué era salir a jugar con niños de su misma edad.

Sus padres tenían un restaurante, de eso vivían. Lo complicado para mi madre era que las empleadas del restaurante sostenían relaciones comprometedoras con su padre; aunque su madre lo sabía nunca intentó hacer nada para evitarlo porque ella creía que iba a ser maltratada como respuesta a sus reclamos.

Mi madre administraba y servía en el restaurante, el único beneficio que tenía de su trabajo era que podía comer muy bien. A mi madre no le quedó tiempo para nada, ella y su familia nunca tuvieron tiempo para ellos, todo era trabajo. Mi madre trabajaba y estudiaba, su hermano hacía lo mismo, su madre tenía que encargarse de todo en el hogar y su padre también, pero él muchas veces gastaba el dinero de la familia en lugares de mala muerte consumiendo trago y llegaba borracho a la casa a golpear a mi abuela, mi madre y mi tío.

Un día mi abuelo agarró a mi abuela del pelo y la lanzó contra las paredes y muros sin importarle que ella estuviera embarazada. Mi madre estaba en esos momentos en la casa y no soportó el maltrato y a pesar de ser de contextura delgada y pequeña intento defenderla o por lo menos hacer algo para evitar que la siguiera golpeando. Así, cogió una varilla de hierro y golpeó al hombre en la columna, provocando su caída instantánea al suelo y causándole un daño leve en la espalda. Mi madre salió a esconderse pero cuando regresó a la casa fue víctima de una golpiza muy fuerte, aunque estaba dispuesta a repetir su acto heroico para defender a su mamá. En otro momento de violencia de su padre, ella cogió una olla de agua hirviendo y se la echó en los pies al hombre causándole quemaduras.

El padre seguía con su vida de trago y fiesta mientras su familia sufría y aguantaba sus maltratos. El hermano de mi mamá, cansado de la violencia y de ver cómo sufría su madre, quiso irse de la casa a los trece años, y como en ese tiempo era fácil que le dieran trabajo a un hombre joven, así lo hizo. La niña que era mi mamá le rogaba para que se quedara pero él decía que era imposible aguantar más ese sufrimiento, que si ella quería se fuera con él, pero la niña sabía que si lo hacía su padre era capaz hasta de matar a su madre.

Los maltratos seguían iguales para toda la familia, pero a la menor de las hijas el padre le tenía cierta preferencia y la llamaba “la niña de sus ojos”. Mi mamá se sentía rechazada pero aún así no podía evitar la predilección ni los maltratos del padre.

Su vida seguía adelante con la misma rutina de siempre, el tiempo pasó, ella creció y apareció su interés por tener amigos, amigas y hasta novio, hecho que su padre no permitía. Mi madre quiso arriesgarse y tener amigos a escondidas de su padre, su madre le alcahueteaba en lo que ella pudiera y en ese tiempo empezaron a acercarse con un poco más. Hablaban sobre hacer sus vidas, de cómo habían sido hasta ahora y de cómo podrían ser; uno de los temas principales de las conversaciones era ese hombre, padre y esposo, que las había hecho sufrir tanto, sabiendo que su situación no cambiaría si ellas no hacían algo al respecto. Plantearon una seria de propuestas para mejorar su condición de vida, lo primero era continuar igual, lo cual no mejoraba su situación, también podían irse de la casa y empezar una nueva vida o también perdonarlo y olvidar todo.

Ellas estaban dispuestas a hacerlo, llego el día que tanto habían esperado, mi madre tenía su novio quien la apoyaba en todo y no estaba dispuesto a permitir más agresiones. Mi abuela dejó a su esposo, “mi abuelo”, lo cual le causo a él una rabia impresionante que lo llevó a hacer y decir cosas inapropiadas.

La casa donde vivían era de mi abuela, durante el tiempo que ella trabajó, ahorró para comprarla, a diferencia de su esposo que se gastaba el dinero en fiestas. En el momento del divorcio él quiso quitarle la casa argumentando que le pertenecía, pero como la casa era legalmente de mi abuela, la amenazaba diciéndole que la iba a quemar, que un día cualquiera iba a entrar a matarla a ella y a mi madre. Él hombre intentó entrar más de una vez a la casa de mi abuela en estado de embriaguez, pero le fue imposible porque mi madre y mi abuela cambiaron todas las cerraduras de las puertas.

Apareció entonces otro problema, el restaurante que pertenecía a los dos. Decidieron dividirlo en partes iguales. Mi abuelo vendió su parte, se la bebió, se gastó el dinero en lo de siempre, mientras que mi abuela siguió adelante con su mitad del negocio, sus hijos y la casa.

Mi abuelo enfermó, sufría del corazón, estando en el hospital sufrió un infarto y cuenta el tío de mi madre, el hermano de mi abuelo, que murió llamando a mi madre por su nombre, se dice que tal vez estaba arrepentido de todo el daño que había causado. En su entierro estuvo a punto de estallarse el cuerpo, solo pudieron velarlo pocos minutos, lo enterraron rápidamente. Mi madre recibió el apoyo de su novio de principio a fin. Las mujeres, mi madre y mi abuela, tomaron la muerte con calma pero la hija menor sufrió la pérdida del padre. El otro hijo, mi tío, regresó a la casa para el funeral, la pérdida no le causó mayor conmoción, pero les dolió a todos porque era su padre.

Pasó el tiempo y otra noticia conmocionaría a la familia, el novio de mi madre le había propuesto matrimonio. La reacción de mi abuela fue llorar, se sentía feliz y triste porque se iba a ir la niña, la joven, la hija que tanto la ayudó.

Mi madre se casó y decidió vivir sola con su esposo, mi padre. Un día cualquiera ella iba caminando por su casa a pies descalzos y con dos baldes de agua en sus manos, resbaló y la sangre corrió por sus piernas. En el hospital le dijeron que ella había estado en embarazo pero había perdido su bebé que apenas tenía un par de meses.

Pese a la difícil situación mi padre y mi madre supieron seguir adelante, lo superaron, pasó el tiempo y a mi padre, que era policía, lo trasladaron. En ese momento ellos vivían en Aguachica, Cesar, allí mi madre quedó en embarazo de su primera hija. Luego vivieron en Manizales, Caldas, la ciudad de origen de mi padre, y donde nacía yo y mi hermana.

En esa ciudad tuvieron su casa en el barrio La Sultana, que aún existe. A mi padre lo volvieron a trasladar, esta vez fue a Calarcá, un hermoso pueblo en el Quindío. Al principio fue difícil acostumbrarnos a las tradiciones locales, como las fiestas, la forma de ser de las personas y hasta la estructura social, pero con el tiempo nos acostumbramos y llevamos tres años viviendo en la población. Mi papá se pensiono en Circasia, mi hermana mayor estudia Derecho y mi hermanita y yo estudiamos en el Colegio Robledo.


Tomado de:

http://www.bibliotecanacional.gov.co/blogs/centrosmemoria/2011/07/01/la-vida-de-mi-madre/

Un recuerdo de mi mejor amigo, por Ana María Echeverry Mayor – 16 años – (Santander de Quilichao, Cauca)

Vivía al lado de mi casa en una piecita que había alquilado. Al principio no sabía quién era, solamente que era un indígena de Silvia, Cauca, que había venido en busca del sueño de ser futbolista.


Acostumbraba a mirarlo cuando jugaba con los niños del barrio en que vivimos. Yo nunca le hablaba porque me daba pena y porque no sabía cómo hablarle, pero siempre me despertó curiosidad saber

quién era, cómo era, de dónde venía, yo quería ser su amiga.

Un día me decidí, nos sentamos a hablar espontáneamente, fue como si lo hubiéramos planeado. Hablamos de todo, música, deporte, historia, cultura y lo que no puede faltar en una conversación de dos adolescentes, de novios y novias. Me contó de sus romances y yo de los míos, de su primer beso y sus decepciones amorosas. Las horas pasaban rapidísimo y como si fuéramos amigos de mucho tiempo ya nos sabíamos la vida del otro. Intentó enseñarme su lengua nativa, cómo se decía perro, calzón, cuaderno, ventana, mamá. Un intento fallidísimo porque no me aprendí ni una sola palabra, pero al menos me enseñó cosas que en mi vida hubiera pensado que las iba a aprender.

A los pocos días me dijo que se iba para Silvia y que antes de irse me iba a dar un regalo. Su regalo era una manilla que él mismo había tejido, sencilla pero llena cariño. Él se había convertido en mi mejor amigo y no importaba que él tuviera otra lengua, otra cultura, otro color de piel ni otra manera de vestir, lo único que importaba era que nuestra amistad se había hecho más fuerte que las distancias que nos iban a separar y que habíamos pasado de ser unos completos desconocidos a ser los mejores amigos y cómplices.

Nunca olvidare a aquel guambiano que me enseñó tantas cosas, porque por siempre estará en mi corazón y cada vez que mire la manilla que me regalo me acordare de él, de las experiencias que vivimos juntos, de los momentos que nos pasábamos hablando en el andén de mi casa, de cuando me enseñaba su lengua, de las veces que me hacía reír y de las veces que me hizo llorar, ¡pero de la risa! A pesar de las distancias, nunca me olvidare de este guambiano hermoso y nunca lo dejare de querer por más que unos kilómetros nos separen, pues aquella persona que empezó como un completo enigma en mi vida, se llevó un pedacito de mi corazón para siempre.


Los guambianos, o misaks, son un pueblo indígena que habitan principalmente en la región del Cauca. Hablan en su propia lengua, el wam, y la base de su economía es la agricultura.

Para conocer más sobre este grupo puede leer los siguientes artículos:

Etnia Guambiano

Guambianos: una cultura de oro

Tomado de:

http://www.bibliotecanacional.gov.co/blogs/centrosmemoria/2011/06/24/un-recuerdo-mejor-amigo/

La primera mujer flagelante, por Lisandro Aquileo Casiano Carrillo – 25 años – (Santo Tomás, Atlántico)

Comentan los habitantes del municipio de Santo Tomás, Atlántico, que hace varios años una mujer llamada Cecilia fue la única mujer que tuvo el valor de flagelarse en ese entonces. Todo empezó un día cuando la mamá de Cecilia se enfermó, ella se desespero porque los médicos le decían que la enfermedad de su madre no tenía cura y por esto decidió pedirle a Dios la recuperación de esa persona querida. En señal de agradecimiento por el milagro que obrara en su mamá la promesa consistía en flagelar alguna parte de su cuerpo. Antes de empezar la tortura debía ayunar y confesarse. Aquel día nunca se le olvidaría.

Todo era una preparación para empezar el camino hacia la salvación de su mamá. Para llegar hasta ese final feliz tendrían que transcurrir ocho años más en adición al ofrecido, pues en la tradición se dice que el penitente debe regalar el último año, así Cecilia pasó nueve años dándose golpes en la parte baja de la espalda para así derramar la sangre que representaba la que Jesús derramó en el momento de su crucifixión.

Ya tenía todo preparado, sus vestiduras con pollerín y capirote, y los objetos necesarios para utilizar en ese calvario de su vida. Llegó el momento, el día en que esto iba a ocurrir, todos estaban inquietos pero Cecilia transmitía una total tranquilidad, aún así, por dentro tenía un susto que invadía todo su cuerpo al pensar que las cosas podrían complicarse.

Las personas a su alrededor le hacían comentarios positivos y negativos; Cecilia, por el susto, no escuchaba todo lo que decían, solamente pensaba en la enfermedad de su madre y en que necesitaba curarse, pues gracias a todo el sacrificio que ella iba a hacer se daría la felicidad de toda su familia. Ahora, había llegado el día más importante de la Semana Santa en el municipio, el viernes santo cuando transcurriría todo su calvario.

Cecilia salió hacia el lugar llamado “el caño de las palomas”, esperando el turno para su partida. Para iniciar tenía que llevar a cabo un ritual donde se reza cuarenta veces el Credo y de no hacerlo podía ir rezando en todo su camino el Padre Nuestro. Llegó su turno, Cecilia, ya con el pollerín de color blanco con siete cruces de color negro, el capirote, el paño con el que se tapa toda su cara para no mostrar todo el dolor que sale de su cuerpo, una camisilla que le recubría el pecho, pero dejaba al descubierto el vientre y la espalda baja, lugares destinados a recibir los latigazos infligidos por siete bolas de cera.

Cecilia empezó su recorrido, para ella la solución a la enfermedad de su madre, pero para muchos un calvario, un sufrimiento en su vida. Junto a ella caminaba un acompañante que era un familiar o amigo que sería su guía en el recorrido. Cecilia daba tres pasos hacia adelante pero cuando había otro penitente muy cerca debía dar tres pasos hacia atrás latigándose. Las heridas eran cada vez más profundas pero el acompañante ayudaba a Cecilia poniéndole alcohol con un algodón para que esas heridas no se agravaran.

Cecilia caminaba siguiendo las palabras de su acompañante: “no pases por ese lugar, sigue derecho, cuidado con esa piedra, vamos a pasar por barro o vamos a pasar por arena”. Los caminos de arena eran muy calientes por la hora del día, pero ella trataba de introducir sus pies completos para evitar quedarse mucho porque iban todos descubiertos.

La flagelante sólo pensaba que su madre sería sanada por Dios, curándola de esa enfermedad que la agobiaría hasta llevarla a la muerte. Cada tres pasos que ella daba iba rezando el Padre Nuestro, varias veces entre cada paso y con énfasis en las siete cruces colocadas a través del recorrido. El acompañante y las personas a su alrededor observaban el dolor, el sufrimiento y cansancio que agobiaba todo su cuerpo, pero a ella nada mas le importaba su propósito, tener a su madre, sana. Golpe a golpe en su espalda aparecían hinchazones que su acompañante cortaba con forma de cruz para que la sangre fuera derramada y así evitar que se acumulara y causara mayor dolor.

La falda de Cecilia estaba manchada con la sangre de sus heridas y ella sólo ansiaba llegar al final del viacrucis para así saber qué sucedería. Tres pasos daba Cecilia para rezar un Padre Nuestro, caminaba dándose golpe por golpe hasta sentir que su fe salía de su cuerpo y llegaba hasta el cielo. El acompañante tuvo que decirle que tuviese cuidado con los golpes porque se había pasado de lugar y el azote había golpeado otras partes de su cuerpo. Al final del camino, su guía le indicaba que nada más faltaban tres pasos por dar para llegar al final; en ese momento ella, con más fuerzas, se dio varios golpes para que brotara más sangre y poder hacer que el milagro fuese más poderoso. Caminó y llegó al final, Cecilia llena de positivismo y fuerza, llena de felicidad, lloró porque había terminado su manda y con más voluntad volvió al principio del camino para demostrar que su fe en Dios era muy grande.

Comenzó otra vez desde el principio dos mandas más llevando una copa llena de miel y vinagre puesta en el brazo, que representa la amargura de Jesús en su muerte. De igual modo, tres pasos hacia adelante y hacia atrás hasta llegar el final, pero cuando terminara esa manda, comenzaría otra más.

La otra era la cargada de la cruz que consistía en llevar la cruz desde el comienzo hasta el final, o sea, hasta la última cruz. Para ella era llevar todo ese peso que Jesús tuvo en su lecho de muerte. Cecilia feliz porque todo había terminado para el bien de su madre y por la felicidad de su familia. La flagelante recordaba el camino donde algunos se desmayaban, pero ella, con la voluntad de conseguir la sanación para su mamá no desfalleció. Continuó año tras año y veía más cerca el final de ese calvario hasta cumplir el noveno. Cuentan los habitantes de Santo Tomás que la felicidad era muy grande porque había logrado la meta puesta en su vida.

Ese último año al haber logrado su meta, Cecilia corrió hacia su casa a ver lo que ocurría con su mamá, bañada en lágrimas de felicidad, y en respuesta a su sacrificio, su madre estaba curada, la enfermedad había desaparecido, ya no estaba en su cuerpo gracias a la promesa que le había hecho a Dios. La fe de Cecilia es muy grande y hoy dice que volvería a repetir otra vez esa manda, para salvar a alguien de una enfermedad y darle gracias a Dios por lo recibido. Hasta el día de hoy ella da fe de que todo relacionado con los flagelantes es una gran manifestación y vive en su municipio feliz disfrutando de la vida acompañada con toda su familia.

Hay otra historia que atraviesa a los penitentes y tiene que ver con la visión del otro mundo que se hace tangible en quien no cumple su manda o no cree en el rito. La persona asume un aspecto repulsivo, bota fuego por los ojos y la boca, no tiene pies y divaga por el aire; quien se lo cruce en el camino puede ser llevado por la muerte o volverse loco. Cada paso que da es muy cruel, no es posible soportar el sonido de sus latigazos, por eso lector, reza para que no te los encuentres ni lo escuches porque tu vida no será igual, ya muchos dicen haberlo escuchado y se han apegado a la fe para librarse de los efectos de su cercanía.


Mayor información sobre la tradición de los flagelantes en el municipio de Santo Tomás.

Los flagelantes vuelven a Santo Tomás

Los Flagelantes De Santo Tomás, Una Historia Escrita Con Sangre

Tomado de:

http://www.bibliotecanacional.gov.co/blogs/centrosmemoria/2011/06/23/la-primera-mujer-flagelante/