Era una noche un poco oscura, las nubes chocaban entre sí y liberaban su energía produciendo grandes ráfagas de luz y estremecedores sonidos. Sobre un cajón en la cocina estaba sentada mi madre, una mujer de 57 años, luchadora incansable, a la que ni el cansancio ni las tristezas la vencen. Al lado del cajón, sobre una mesa, un fogón calentaba un delicioso café. Mi madre esperaba por éste, así que mientras estaba listo empezamos a hablar, ella me contaba sobre su infancia, las costumbres y tradiciones. Comenzó diciendo:
“El 3 de septiembre de 1963, según el Registro Civil fue el día en el que nací, porque mi papá ni recuerda la fecha de la llegada de sus hijos al mundo, desde ese momento comenzó mi martirio, mi calvario y sufrimiento, a mi madre ni la conocí”. En ese momento, sus ojos se iluminaron y de pronto una lagrima rodó por su mejilla, yo guardé silencio, ella inclinó su cabeza y después de dos minutos siguió su relato: “No conocí a mi madre, solo creo que compartí con ella escasos 2 años, pues cuando el parió al sexto hijo ella falleció y a Octavio, que así se llamaba el recién nacido, lo crió mi tía Carmen”.
Después de un silencio y un profundo suspiro se levantó, caminó hacia la mesa, cogió un pocillo y sirvió un poco de café, yo la seguí con la mirada, ella me miró, se dio la vuelta y sonrió, pero esto no logró ocultar su tristeza, yo también sonreí. Levantó el pocillo y sorbió el café, el olor inundaba toda la casa, fue entonces cuando mi hermana se levantó de la cama y vino hasta la cocina, en ese momento mi mamá continuaba con la historia:
“Viví toda mi niñez en la loma, en una finca de Jairo Peláez, allá cerquita al río Arma, al cuidado de Ángela, mi hermana mayor, ella era muy grosera, nos castigaba de manera muy cruel y a veces sin razón. Todavía recuerdo el hambre que aguantaba y las pelas que mi papá le daba a mi hermanita porque cuando él llegaba en las noches, después del trabajo, la comida no estaba lista; nosotros, los dos menores, estábamos dormidos, tirados en un corredor de la humilde casa de paja, sobre unos costales y cobijados con retazos… Toda mi niñez fue demasiado amarga, creo que tengo muy pocos recuerdos gratos de esa época, nunca tuve un juguete, yo cogía los tarros de medicamentos y los papelitos en los que venían envueltos los confites y esas eran mis muñecas y sus vestidos”.
En ese momento ella hizo una pausa y miró la hora en un reloj que había sobre la pared, eran las 9:05 pm. Arrastró una silla acercándola a la mesa y se sentó nuevamente, tomó el último sorbo de café y continuó: “Cuando tenía unos 6 años, mi papá se casó nuevamente, mi vida dio un giro total, pero lástima que mi felicidad duró muy poco. Aunque los dos primeros años Dona Josefina, mi madrastra, me consentía, me cuidaba y se preocupaba por mí y hasta empecé a asistir a la escuela, pero sólo logré estudiar dos años, primero y segundo de primaria”.
¿Por qué no estudiaste más? Le pregunte. “Porque empezaron a nacer los hijos producto de ese matrimonio y yo debí empezar a trabajar para ayudar al sustento de ellos, al igual que mis otros hermanos, además mi papá, que siempre ha sido un ser ignorante, concibió la idea de que las mujeres no nacen para estudiar, él dice que toda mujer que estudia se prostituye”.
El frío arreciaba, pero la magia con la que mi madre nos compartía su pasado hacia que ni el sueño, ni el frío, ni nada nos hiciera perder el interés. Mi madre continuó: “Tuve nueve novios, pero no como los de ahora, en ese entonces solo se hablaba con el novio sentados en sillas con bastante distancia el uno del otro. Mi hermana, Cándida, me odiaba porque ella no tenía novio y entonces se dedicaba a hacerme la vida imposible. Inventaba chismes y me hacia castigar sin razón. Fue entonces cuando tome la decisión de casarme, pues creía que era la solución y la oportunidad para salir de ese infierno”.
¿Y sí fue así? Pregunto mi hermana curiosamente. “La verdad no sé, porque yo no sabía a qué me enfrentaba. Lo peor fue cuando tuve mi primera relación sexual, yo no quería a Ramiro, el hombre con el que me casé y con el cual tuve a mis dos hijos hombres, pero sin embargo él fue un hombre que me demostró amor en todo momento”.
Yo respiré profundo y le pregunté: ¿Y nunca llegaste a amarlo?
Ella miró fijamente al suelo y dijo: “Creo que no y he comprobado que es cierto eso que dicen, que la costumbre es más fuerte que el amor. Sin embargo, le fui fiel hasta el último de los días que compartí con él, pues lo mataron en frente de mis ojos y los de Elkin, el niño menor, que apenas tenía dos años”.
“Este es uno de los momentos más difíciles que he tenido que vivir, después de este acontecimiento, sentí como si el mundo se me hubiera derrumbado, como si yo también hubiera muerto, no sabía que sería de mi vida, qué iba a hacer para sacar a mis hijos adelante. Mi escudo fueron precisamente ellos, mi aliciente, mi razón de vivir. Dos años más tarde conocí a su papá, Guillermo, que vino de Mermita aquí a Pito, vereda de Aguadas, y que me encantó desde el primer día que lo conocí”.
¿Y cómo empezó todo? Pregunto mi hermana. Ella sonrió plácidamente, como si un recuerdo mágico llegara a su mente. “Lo conocí un día cuando viajábamos del pueblo (Aguadas) a la casa en el mismo bus, él observó atentamente dónde vivía yo y esa misma semana con una excusa demasiado obvia vino a la casa. Comenzamos a hablar y no le fui nunca indiferente. Poco a poco fue naciendo algo mágico, creo que conocí el amor y de este amor nacieron ustedes dos, mis hermosas princesas, Yulieth y Tatiana”.
Las tres guardamos silencio por un momento y luego, después de mirarnos, mi hermanita con su curiosidad incomparable dijo: “Pero… nunca he comprendido porque no han vivido juntos, mi padre no ha pasado un día completo con nosotras”. Mi madre un poco confundida y con la mirada perdida, se levantó, caminó alrededor a las sillas y dijo: “El es hijo único y su madre es una mujer celosa, que desea que él comparta cada uno de sus días de existencia a su lado”.
Nosotras con una mirada disimulada optamos por no interrogar a mi madre más sobre el tema. Cuando eran las 10:25 pm, ella de pronto pronunció en un tono un poco bajo el nombre de una mujer, María Ester Suárez. Mi hermana, con una mirada que reflejaba duda o intriga, me miró e inmediatamente dirigió su mirada hacia ella.
Ella dijo: “Si, María Ester Suárez, es una mujer que desde siempre conozco, en ella se refleja lo que ha sido mi vida. Ester vivía en una casa cerca a la mía en la infancia éramos muy buenas amigas, pero un día por cosas del destino ella partió con su familia y hace algunos años nos rencontramos, compartimos un café y algunas historias, pero en sus ojos se reflejaba el cansancio y la tristeza de momentos que han marcado su vida”.
Mi madre es la mujer que más admiro y amo por su entrega y dedicación en cada una de las cosas que emprende.
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