domingo, 11 de septiembre de 2011

Un camino a las estrellas, por Michelle Karime Alfonso Correal – 16 años – (Guaduas, Cundinamarca)

Un viejo refrán dice que algunas personas nacen con estrella y otros estrellados. El destino de mi padre fue encontrar con su esfuerzo y trabajo aquellas estrellas que al nacer estaban distantes. Su nombre es Rafael Alfonso Quintanilla, nació el 24 de septiembre de 1963 en Chaguaní, Cundinamarca, un pueblo ubicado a una hora hacia el sur de Guaduas. Sus padres se llamaban Salomón Alfonso y María Luisa Quintanilla, unos reconocidos comerciantes del pueblo que ofrecían a los habitantes café, leche, carne y maíz.

La familia de mi padre era humilde y estaba conformada por ocho hijos y dos hijas, de los cuales, el mayor murió en la catástrofe de Armero. Cuando nació mi papá, Chaguaní era un pueblo básicamente agrícola, razón por la cual, pasaba sus vacaciones ayudándoles a mis abuelos con las labores del campo como ordeñar las vacas, cuidar el ganado y ensillar los caballos.

Como todo niño, le encantaba hacer travesuras y además pelear con sus hermanos. Cuando se pasaba del límite de comportamiento, mi abuela le pegaba con un cinturón y todos mis tíos lo cogían para que ella lo pudiera castigar. Como odiaba que le pegaran, le escondía los cinturones a mi abuela donde no los pudiera encontrar. El famoso fuete fue su peor enemigo, pues todos los días hacía travesuras y todos los días recibía a cambio los fuetazos que su mamá consideraba saldaban la deuda diaria.

Antes de emprender su hazaña laboral vivía junto a su familia y era el más mimado de los hermanos, pero la predilección que le tenían terminó cuando mi abuela dio a luz a una niña, Gloria Alfonso. Ella fue la culpable de que él perdiera su lugar como consentido de la casa. Un día, muerto de los celos, intentó botar a la niña por un barranco pero mi abuela se dio cuenta a tiempo y tuvo que reprenderlo una vez más con el fuete.

Entre sus inmemorables travesuras se destacan la vez que él le pegó una pedrada a mi tía Fanny en un ojo y mi abuela como castigo lo amarró toda la tarde a un árbol de mango. Estuvo atado allí, observando cómo sus hermanos se burlaban de él y danzaban alrededor del árbol como unos indígenas. Al caer la tarde logró desatarse y esconderse en el monte.

En otra ocasión, su hermano Gilberto comenzó a golpearlo y luego salió corriendo pero mi papá no iba a permitir tal abuso, así que cogió una gran papa y se la lanzó en la espalda. Mi pobre tío cayó al suelo sin respiración. Mi abuela se alistaba para pegarle, pero él al verla tan roja como un ají, arrancó a correr y se lanzó sobre una barda que estaba junto a la casa de una vecina. Cayó de espaldas sobre unas gallinas y la señora lo dejó esconderse, no quería escuchar el castigo que le esperaba a ese niño travieso.

Al escuchar las historias de mi padre, pienso lo fácil y tranquila que ha sido mi vida hasta el día de hoy, pues mientras que yo jugaba con muñecas y soñaba con tener 15 años para que me permitieran tener novio, mi papá a los 8 años ya tenía responsabilidades económicas a su cargo. A esa edad trabajó en una panadería lavando las latas donde se horneaba el pan. En la escuela tuvo otro empleo, por ser un buen alumno y aprender rápidamente a leer y escribir, la profesora lo dejaba a cargo de la clase y le decía “Pégueles con la vara si no entienden”. En ese tiempo los profesores reprendían a los malos estudiantes de esta manera. Aunque no le pagaban, la recompensa era martirizar a sus compañeros. Eran muy pocos los que aprendían la lección y a casi todos los niños de la clase le pegaba con la varita.

Después de un tiempo, trabajó en un restaurante donde tenía que comprar los abastos y como era tan avispado le pedía descuento al tendero, por ejemplo, si una piña valía $1000 se la dejaban en $700 y los $300 restantes los cogía para él.

Escuchándolo, sentía cierta sensación de culpa, pues gran parte de mi adolescencia le reproché que no pudiera darme todos los lujos que le pedía. Aún más triste para mí fue escucharlo contándome lo que le sucedió cuando trabajaba en una vereda de Chaguaní. Su relato comienza en el trayecto del trabajo a la escuela. Él tenía que pasar por un puente improvisado con una guadua de la cual se veía solo el comienzo y el final, pues la parte central quedaba cubierta por el agua. Además tenía que cargar una maleta donde llevaba su ropa y los libros con los que hacía la clase. Un día, a merced de lo que pudiera pasar, se desplazó por el puente, pero al llegar a la mitad la guadua se partió y cayó al agua. La quebrada estaba crecida y la corriente lo arrastró y no pudo salir. En medio de la desesperación, pudo quitarse la maleta que siempre cargaba y logró cogerse de la rama de un árbol que estaba junto a la quebrada, con todas sus fuerzas se aferró a ella y pudo salvar su vida.

Cuando mi papá terminó de contarme la historia, sonreí. Si él no hubiera podido salir del agua, nunca hubiera conocido a Beatriz Correal, mi madre, una mujer nacida en Villeta (Cundinamarca), pueblo famoso por la deliciosa panela que se obtiene de los vastos cultivos de caña de azúcar.
-¿Dónde y cómo conoció a mi mamá?-, le pregunté a papá cambiando de tema.

Y aunque en un principio se negó a contarme, no pudo evitarlo. Con un poco de vergüenza, me dijo que cuando se fue a Bogotá a estudiar idiomas, debía trabajar en un colegio de Funza toda la mañana y en un colegio de Fontibón toda la tarde, como si fuera poco, para alcanzar todas esas estrellas que siempre quiso que brillaran en su camino, estudiaba de noche, de seis de la tarde a diez y media de la noche. Cuando terminaba sus clases, regresaba a casa bastante cansado a hacer trabajos de la universidad. Dormía cuatro horas y luego se despertaba para seguir de nuevo con su rutina diaria. Tanto esfuerzo lo agotó muy rápido. En unas vacaciones viajó a Chaguaní donde se encontró con una vieja amiga que le contó que en Guaduas necesitaban un almacenista en el Comité de Cafeteros y como él estaba tan aburrido de tanto trajín, aceptó la propuesta. Ella lo contactó con el gerente y efectivamente lo aceptaron.

Mi papa hizo una pausa en su relato y me sonrió.

En una de las reuniones a las que asistían los empleados de todas las sucursales del comité, vio a una mujer de pelo corto y contextura delgada. Ella logró enamorarlo con su sonrisa y su belleza. La conquista se dio y se organizaron como pareja. Mi mamá llevó a papa a Villeta para que conociera a su familia. Esa noche celebraban el Reinado de la Panela que se celebra anualmente en esa localidad, donde participan candidatas de todo el país. Hay verbena popular, la gente baila, toma cerveza y disfruta al ritmo de la orquesta. Allí, en ese ambiente de celebración, conoció a la familia de su novia.

Pasaron algunos años y con el nacimiento de mi hermana Adriana también nació una gran responsabilidad como padre; debido a la presión social de tener un hijo fuera del matrimonio, fue necesario que se casaran. Lo hicieron Villeta en una ceremonia de matrimonio civil muy sencilla. Asistió el notario y algunos familiares, en la noche hubo fiesta en la casa de mi abuela Triginia, donde bailaron, cantaron y gozaron en familia.

Después de estar unidos como marido y mujer ante la ley decidieron establecer su hogar en la Villa de Guaduas, en una casa que construyeron en el Barrio Cabeza de Galán, llamado así porque cuando asesinaron a José Antonio Galán, enviaron a Guaduas la cabeza de él para que la gente se atemorizara y dejara a un lado las ideas revolucionarias. En el Barrio se construyó un monumento conmemorando el hecho. Estando ya en ese barrio, mi papá comenzó a tener problemas en el Comité de Cafeteros después de un cambio de gerente y debido a esto tuvo que renunciar.

En la casa que tenían mis padres, en Cabeza de Galán, nacimos mi hermana Dayana y yo. Ahora la responsabilidad era mayor y como buen padre buscó un trabajo en el Banco de Bogotá. Fue contratado como cajero pero éste era un trabajo muy monótono y un poco aburrido. Todos los días debía contar cantidad de dinero registrado y cuando había diferencias él tenía que asumir el faltante, dinero que después hacía falta en la casa para alimentación, educación y vestuario de la familia. A pesar de todo, mi papá dice que éramos felices, hasta que un mal día un vecino comenzó a hacernos la vida imposible. El desagradable hombre arrojaba excrementos humanos y animales en frente de la casa, o cuando no había nadie, entraba al jardín y destrozaba las flores. La situación se agravó cuando éste vecino amenazó a mi papá con un revólver. Tuvo que vender la casa y comprar otra en el centro de Guaduas. El sueldo no era suficiente y mi papá decidió montar un negocio de calzado. Al mismo tiempo que trabajaba en el banco, viajaba a Bogotá o a Bucaramanga y traía zapatos para comercializarlos.

Al principio era emocionante cargar las cajas llenas de calzado, pero luego se convirtió en una nueva rutina. “Los largos viajes para traer mercancía hicieron que la magia se perdiera”, dice mi papá. A pesar de todo mantuvo su negocio en alto, complaciendo los gustos de la comunidad guaduense. El negocio Calzado Karime refleja su mayor esfuerzo.

La vida de mi padre es un ejemplo de superación. Además de brindarnos los recursos para tener una buena vida nos enseña cómo una persona, desde muy niño, sin tener ayuda de nadie, buscó con su trabajo, con el sudor de su frente, su camino hacia las estrellas. Además comprendí con sus anécdotas que en la vida se debe luchar por lo que se quiere, por nuestros anhelos y sueños. Lo que aprendí es que aunque el firmamento del cielo esté tan lejos de nosotros y que las estrellas parezcan difíciles de alcanzar, sobresale más la perseverancia, el esfuerzo y las ganas de salir adelante.

Actualmente Rafael Alfonso, mi amado padre, mi madre y yo, vivimos en una casa de la Calle de La Pola, nombrada así porque sobre ella está la casa donde nació nuestra heroína Policarpa Salavarrieta. La Pola es una de las calles principales del municipio de Guaduas, donde se encuentra la mayor parte del comercio, entre los cuales está nuestro gran negocio familiar, el Calzado Karime. Aunque mi papá haya pasado por muchas adversidades y los años hayan dejado algunas arrugas en su cara, no demuestran lo que en verdad está en su interior. La casa donde vivimos nos conserva vivo el espíritu, con su arquitectura colonial, sus paredes en bahareque y sus pisos rudimentarios que además de alegrar nuestras vidas, alimentan la historia de la Villa de Guaduas.

Así como mi papá pasó por diferentes empleos como profesor, cajero, almacenista, camillero, vendedor, comerciante y tantos otros, que me tomaría mucho nombrar, de esta forma buscaré mis luceros y formaré mi camino hacia mis propias estrellas.


En la actualidad la casa de Policarpa Salavarrieta puede ser visitada por propios y turistas en Guaduas. Para conocer un poco más sobre este edificio histórico los invitamos a visitar el siguiente enlace realizado por la Secretaría de Cultura y Turismo del municipio.

Casa de Policarpa Salavarrieta

Tomado de:

http://www.bibliotecanacional.gov.co/blogs/centrosmemoria/2011/06/22/un-camino-a-las-estrellas/

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